dilluns, 20 de març del 2017

'Parem el cop!'



Cada vegada més catalans surten al carrer per dir NO al cop de força que els independentistes preparen parapetats darrera les institucions constitucionals d'autogovern, que son de tots pero que ells utilitzen només en benefici propi.

La legalidad a la carta de Puigdemont y Junqueras


En un artículo firmado conjuntamente y publicado en el diario El País, el presidente catalán, Carles Puigdemont, y su vicepresidente, Oriol Junqueras, proponen acatar la legalidad británica y no la española porque aquélla les favorece. Esta es su gran aportación a la ciencia política: 'sólo aceptaré la legalidad que me convenga'.

Siguen, pues, fuera de juego de la legalidad constitucional española. Una legalidad fruto del gran pacto democrático de la Transición. El texto constitucional -recordémoslo- fue aprobado en el Congreso de los Diputados por 325 votos a favor, 6 en contra, 14 abstenciones y 5 ausencias, y fue ratificado en referéndum por el 87,78% de los votantes españoles con una participación del 60%, siendo ambos porcentajes inferiores a los de Cataluña en donde el Sí obtuvo el 91% de los votos y la media de participación alcanzó el 68%.

Este fue el contrato democrático que firmaron los españoles el 21 de julio de 1978 en las Cortes y el 6 de diciembre del mismo año en referéndum. En esas firmas se fijaron las reglas del juego y las condiciones para cambiarlas. Esa es la legalidad que Puigdemont y Junqueras y todos los españoles deben acatar. Romperla por la fuerza, con o sin subterfugios escoceses, no será una acción democrática sino un vulgar, racial, machote y casposo golpe de estado.


Texto del artículo de Puigdemont y Junqueras:
El Gobierno de Reino Unido y Escocia pactaron un referéndum. La pregunta, siguiendo las recomendaciones de la Comisión Electoral de Reino Unido, fue: “¿Debería Escocia ser un país independiente? Sí o no”. Sin más. Hubo acuerdo porque hubo voluntad política de convocar y permitir el referéndum. No se dejó en manos de tribunales lo que se pudo resolver políticamente. Y todo parece indicar que Escocia y Reino Unido volverán a pactar la celebración de un nuevo referéndum de independencia. El segundo en tres años. No está mal para algo que en España no puede ni tan solo formar parte de una mesa de diálogo entre los Gobiernos español y catalán.

Pactar la forma de resolver las diferencias políticas siempre une. Las diferencias sólo separan y dividen si no se quiere acordar la forma de resolverlas; las diferencias son consustanciales en la sociedad democrática, no son negativas, hay incluso que tratarlas con delicadeza si se trata de diferencias cuya defensa es más difícil y comprometida. Ahí es donde la democracia se robustece y se afianza ante la pulsión populista y simplona de resolver la diferencia mediante la prohibición, los muros y la discriminación. Señalar al diferente como amenaza, como elemento de división de una sociedad que vivía tan tranquila en sus sagradas e inquebrantables certezas, es, aparte de terriblemente injusto, un grave obstáculo para la búsqueda de soluciones.

Como consecuencia del acuerdo entre Escocia y Reino Unido se produjo un amplio debate, un debate de ideas. Finalmente, una mayoría de escoceses optó por el no, de acuerdo con las tesis del Gobierno de Londres. Fue así, sin más. La vida siguió en Escocia y en Reino Unido, como hubiera seguido con la victoria del sí. El referéndum de independencia contó con una participación récord del 84,59%, 12 puntos más que en el referéndum del Brexit, que fue del 72,2%, una cifra que se consideró un hito puesto que era la más elevada en una votación en los últimos 25 años. Estos datos describen algo muy relevante que deberían anotar quienes acusan a los partidarios de cambios como una especie de agentes al servicio de la división de la sociedad: los campos separados en una disputa democrática se unen sin ningún género de dudas en las urnas. Insistimos: no separan las diferencias, lo que separa es la ausencia de acuerdo para resolverlas.

En consecuencia, el escenario del referéndum acordado es el que desearíamos en Catalunya. Queremos recordar que lo hemos propuesto ya en diversas ocasiones. Hoy, pese a los malos augurios y el rechazo frontal del Gobierno español, volvemos a insistir en ello. Tal vez sea injusto atribuir al presidente Rajoy, a su Gobierno y a su partido esa actitud en exclusiva. Observamos con pena y tristeza que esa misma posición, sin ningún tipo de matiz, la comparten PP, PSOE y Ciudadanos.

Así las cosas, parece bastante indiscutible que la actitud del Gobierno catalán y del Parlament de Catalunya se asemeja a la posición escocesa (dialogar y acordar un referéndum), pero que la actitud del Gobierno español y las Cortes Generales no se parece en lo más mínimo a la del Gobierno y el Parlamento británicos. No sólo hay una preocupante ausencia de voluntad de diálogo, sino que camina en la dirección exactamente inversa: querellas, judicialización de la política, guerra sucia, amenazas de uso de medidas excepcionales, etcétera. Y ya hay los primeros resultados: primeras condenas de inhabilitación a cargos públicos para el presidente Artur Mas y las consejeras Ortega y Rigau, mientras se está a la espera de la sentencia contra Francesc Homs. Todos ellos por haber cometido el delito de dar voz a los ciudadanos.

En sintonía con la voluntad de Gobierno, Parlament y sociedad, se ha puesto en marcha en Catalunya el Pacto Nacional por el Referéndum, del que participa una pluralidad aplastante de la sociedad catalana, incluidos agentes económicos y sociales. Sondeos de todo tipo y procedencia señalan que alrededor del 80% de los catalanes querrían ser consultados acerca del futuro político de Catalunya en relación con España. El Pacto tiene como propósito reiterar la voluntad de celebrar un referéndum, acordado, como prioridad. Tal vez alguien nos considere ilusos. Es mejor ser iluso que irresponsable, es mejor esforzarse para hallar soluciones que optar por no desgastarse y hacer del quietismo virtud.

Si se mantiene el rechazo frontal no es ninguna sorpresa que reiteremos que no vamos a renunciar a ejercer ese derecho. Vamos a hacer lo indecible para que los ciudadanos de Catalunya puedan votar en 2017, en un referéndum de autodeterminación. Estamos en esto por convicción y compromiso, rindiendo cuentas ante los electores. Y no se nos ocurre pensar que el futuro de Catalunya no lo van a decidir sus ciudadanos y sí el Gobierno español. El mismo Gobierno que, con su habitual proceder, ha logrado un hartazgo muy mayoritario en la sociedad catalana, incluso en sectores que no comparten, muy legítimamente, que Catalunya se convierta en un Estado independiente.

El Estado ha abandonado a todos los catalanes, también a los que no quieren la independencia, pero aman a Catalunya como el que más y sufren, por tanto, cuando su país sufre. Que no sean independentistas no significa que la desatención de Catalunya no la sientan profundamente y paguen también las consecuencias. El Estado ha abandonado también a los catalanes que hubieran querido ver en el español aquel Estado propio que no es ajeno a sus demandas. Y para esos catalanes y también para todos los demás, el Gobierno de la Generalitat va a poner las urnas. Que decidan. Es su derecho, y lo van a ejercer.

Hace tiempo que es la hora de la política. En Catalunya la hacemos, y seguro que no siempre lo hacemos bien. También hay que estar dispuesto a escuchar y hablar de ello. Sin embargo, otros han decidido delegar en los tribunales su responsabilidad política. Se esconden detrás del Constitucional, de la Audiencia Nacional y del Supremo, comprometiendo la labor y la independencia del poder judicial. Europa ya se ha percatado de ello y ha mostrado sin ambigüedades su preocupación por esa deriva que compromete seriamente un poder fundamental para la salud del Estado de derecho, como se desprende del reciente informe de la Comisión de Venecia. Y se escuchan voces del exterior cada vez más claras abogando por un diálogo político y una solución política. Como el informe de la Fundación Konrad Adenauer. O como el propio Parlamento británico, donde se ha formalizado un Grupo de Discusión sobre Catalunya en el que participan miembros de todos los partidos. Algo, por cierto, que es posible en Westminster y no en las Cortes.

Hace pocos días, en Madrid, un veterano demócrata español como Antonio Garrigues Walker recordaba algo con lo que estamos de acuerdo los demócratas en general, partidarios o contrarios a la independencia: en democracia no existe el derecho a no dialogar. Nosotros ya estamos sentados en la mesa del diálogo. ¿Van a tardar mucho los demás invitados? Es más: ¿van a venir? Cuando sea demasiado tarde, por favor, no nos miren a nosotros. Sean, por una vez, tan exigentes, críticos e implacables con sus gobernantes inmóviles como lo han sido con nosotros todos estos años en que desde el rechazo a la sentencia contra el Estatut hemos consolidado una amplia mayoría favorable a que los catalanes decidan su futuro en referéndum.

Carles Puigdemont es presidente de la Generalitat de Cataluña y Oriol Junqueras vicepresidente