dimecres, 19 de juliol del 2017

El comunismo, esa trágica utopía a la que quisimos tanto en nuestra juventud




El comunismo después del comunismo
por Manuel Arias Maldonado


...un país que trataba de dejar atrás una larga dictadura militar y el recuerdo de una sangrienta guerra civil no podía concebir al PCE como una fuerza modernizadora, ni desde luego ver a Santiago Carrillo y Dolores Ibárruri como símbolos de lo nuevo. Carecían del suficiente poder afectivo, en buena medida porque suscitaban automáticamente el recuerdo de un pasado que trataba de reprimirse. Por contraste, el PSOE había abjurado formalmente del marxismo en el Congreso de Suresnes de 1974 y procedido a consolidar pacientemente el liderazgo de González, un hombre nacido ya en la posguerra. Su victoria, concentrando el voto de la izquierda, dejó claro que el PCE no gobernaría España.

No es de extrañar: los españoles querían libertades, modernidad, crecimiento, Europa, un Estado del Bienestar: algo que los comunistas españoles, con su severidad característica, no podían representar fácilmente. Se diría que la desaparición de la némesis del PCE, la dictadura franquista o incluso Franco himself, privaron al comunismo español de su razón de ser: como si sólo pudiera conservar sus fuerzas en presencia del enemigo.(...)

En las películas de Nanni Moretti, por ejemplo, podían verse el desencanto y la decepción de una generación que había creído en una religión política tan ambiciosa como fallida. Parte de esa conversación, andando el tiempo, versó acerca de aquello que se había hecho mal, de manera que la lucha contra el capitalismo pudiera retomarse con nuevos bríos. Con todo, si el comunismo ha retenido –a pesar de los pesares– un cierto número de votantes, se debe sobre todo a dos razones: a la dificultad psicológica y anímica que comportaba para muchos de ellos aceptar el fracaso de la ideología que había vertebrado su identidad política y, a menudo, su biografía personal; y al hecho de que muchos de ellos no deseaban tanto levantar una nueva Unión Soviética como mantener viva una voz que hablara en nombre de las clases trabajadoras en las democracias liberales europeas.

Orgánicamente, las circunstancias diferían y también lo hicieron los resultados. En Italia, donde el fin del comunismo había sido anunciado por Achille Occhetto en el célebre «giro de Bolonia», el Partido Comunista Italiano llegó a desaparecer (aunque pronto emergió una debilitada versión «refundada» del otrora importante comunismo italiano). También en España el PCE había dejado en 1986 su nombre a Izquierda Unida, una formación paraguas para diversas fuerzas de izquierda bajo el liderazgo de los comunistas. Tras la marcha de Carrillo, Julio Anguita se convirtió en un líder efectivo que supo sacar partido del desgaste de unos socialdemócratas que, tras siete intensos años de gobierno reformista, veían erosionarse sus credenciales izquierdistas. Así que pasaron de cuatro a trece diputados, que mantuvieron hasta 1996: los comunistas se habían convertido en la izquierda romántica, verdadera, a la que votar en conciencia cuando el pragmatismo socialista se hacía insoportable. Por su parte, el Partido Comunista de Portugal, que no había sufrido tanto como el español tras la Revolución de los Claveles que restauró la democracia en 1974, vio cómo sus apoyos se reducían a la mitad en las elecciones de 1991: sus diecisiete escaños de entonces son los mismos que ahora. Su capacidad de resistencia tiene mucho que ver con el relativo subdesarrollo económico de Portugal, que no ha llegado nunca a experimentar el desarrollo exprés que ha caracterizado distintas fases de la historia reciente de España.

Por su parte, el Partido Comunista Francés había salido dañado de su breve experiencia de gobierno con el Partido Socialista a principios de los años ochenta. Tras anunciar una «ruptura con el capitalismo», el presidente Miterrand pronto aplicó políticas económicas y fiscales ortodoxas destinadas a evitar una recesión económica, lo que deslegitimó al comunismo francés y lo dejó inerme ante un socialismo hegemónico durante esa década. La caída de la Unión Soviética aceleró un declive que se deja ver en la circulación del famoso L’Humanité, el periódico oficial del Partido Comunista: si su difusión alcanzaba los quinientos mil ejemplares tras la guerra, descendió a setenta mil después de 1991. ¡Aunque tampoco está tan mal!

Alemania es un caso distinto: la existencia de la República Democrática Alemana que dividió al país durante décadas ha marcado al comunismo alemán contemporáneo. Privados de legitimidad, se integraron en la política parlamentaria de la República Federal con otro nombre (Die Linke) sin haber sido aceptados todavía por los demás partidos como un socio aceptable en un hipotético gobierno de coalición. Y ni siquiera la crisis económica, que ciertamente no ha golpeado Alemania con demasiada fuerza, les ha reportado un aumento de votantes. Pese a ello, el hartazgo de la normalidad −es decir, el agotamiento del modelo de la Gran Coalición– puede abrir la posibilidad de que a medio plazo los excomunistas alemanes formen gobierno junto a socialdemócratas y verdes. (...)

Recordemos que la idea del comunismo se remonta, en la historia del pensamiento occidental, al menos hasta Platón. La abolición de la propiedad privada y la búsqueda de algún tipo de sociedad igualitaria, que emancipe a los seres humanos de toda dominación y necesidad, seguramente no pueda desaparecer jamás. Es una esperanza de orden cuasirreligioso, sólo que llamada a realizarse en este mundo. Al tiempo, sin embargo, a medida que las sociedades se hacen más complejas, el comunismo es cada vez menos realizable: lo que podía llevarse a término en comunidades pequeñas y aisladas no puede ya constituir el modo organizativo de sociedades hiperconectadas e hiperpobladas, donde la individualización y la libertad son consideradas parte de la buena vida. Si el siglo XX deja a este respecto una lección, es que el comunismo no puede instaurarse sin un alto grado de coerción estatal. Por eso, en el escenario poscrisis, quizá sería más apropiado decir que ha aumentado la demanda de una mayor justicia social (definamos como definamos ese resbaladizo concepto), pero no el deseo del comunismo: la palabra misma se encuentra todavía emocionalmente contaminada. Más aún, ¿quieren los jóvenes una revolución comunista o poder comprarse un iPhone? Si una queja se oye con frecuencia, es la de que no viviremos mejor que nuestros padres: es la promesa material de la democracia liberal la que se tiene por traicionada. (...)

...la idea de que la clase obrera es revolucionaria se ha revelado como un espejismo: lo que un Homer Simpson quiere es conservar lo que tiene, en lugar de arriesgarlo. Siempre y cuando, claro, su condición mejore en lugar de empeorar. En otro orden de cosas, los intentos por reformular la noción de proletariado alrededor de un nuevo precariado no han acabado de cuajar, en la medida al menos en que otros clivajes (jóvenes/mayores, campo/ciudad, cosmopolitas/nacionalistas) parecen tener más éxito a la hora de articular la imaginación política contemporánea.

La principal razón es que la política de clase social ha sido reemplazada por la política de la identidad. Nativismo, populismo y nacionalismo compiten en el terreno de la identidad y la cultura, definiendo de manera exitosa un nosotros que combina el sentido local de pertenencia con una posición anti-establishment. La izquierda radical es hoy políticamente correcta, se inclina a dar la bienvenida a los inmigrantes, es protectora de las minorías, además de feminista y ecologista: valores que un trabajador industrial blanco no comparte necesariamente. Cuando los populistas de derecha hablan de los problemas de los votantes con menores ingresos, éstos se sienten interpelados y reconocidos.
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Crónica del final de la Unión Soviética 
José M. Faraldo sobre el libro de Hélène Carrère D’Encausse 'Seis años que cambiaron el mundo'


La autora describe hábilmente el proceso de la elección de Gorbachov como secretario general del Partido Comunista como una sucesión de oportunidades aprovechadas y de felices casualidades: las rapidísimas y sucesivas muertes de los gerontócratas impulsaron la necesidad de escoger a alguien más joven; Gorbachov no era temido por los más conservadores –entre otras cosas, porque apenas se lo conocía– y él mismo supo ganarse el apoyo de algunos pesos fuertes del partido, como Andréi Gromyko, ministro de Asuntos Exteriores, que, entendiendo que su edad lo dejaba al margen, dio su beneplácito al candidato.

Gorbachov, que contaba con cincuenta y cuatro años por entonces, traía con él un cambio generacional clave. Carrère D’Encausse habla de un «estilo Gorbachov»: no sólo porque fuera un gobernante «que no avergonzaba» a su país, como manifestó el famoso disidente Andréi Sájarov (p. 34), sino también porque era un hombre educado, que hablaba sin la jeringonza típica de los comunistas soviéticos, que había viajado y que, además, contaba con el importante activo de su mujer, Raisa. La aparición de Raisa junto con Gorbachov en todos los aspectos de su vida pública –algo nunca visto en los anteriores jerarcas– permitía conectar a buena parte de las sufridas mujeres soviéticas con una vida más allá del trabajo incansable, las colas interminables, el cuidado del hogar y la espera del marido beodo que no llega nunca. La pareja Gorbachov representaba un síntoma de modernización y de apertura hacia la mujer en un mundo político extraordinariamente cerrado y masculinizado.

En forma algo atípica dentro de las síntesis actuales de historia de la Rusia contemporánea, enormemente hostiles al personaje, Carrère D’Encausse realiza también una valoración muy justa y atinada de la otra gran figura del momento, Borís Yeltsin. Más allá de los tópicos centrados en su alcoholismo y de la responsabilidad que hoy día se le achaca en Rusia por haber alentado el capitalismo salvaje y brutal de los años noventa, la autora analiza su compleja personalidad y su papel en el desmantelamiento del sistema soviético. Y le reconoce, de un modo que recuerda y retrotrae a las emociones de aquel momento, su papel como hombre del pueblo, su cercanía populista a obreros y campesinos, su carácter radicalmente democrático y revolucionario. En la obra que estamos comentando se percibe a ese político sin miedo que en agosto de 1991 se sube a un tanque frente a la Casa Blanca moscovita y arenga a los ciudadanos para denunciar «el carácter ilegal del golpe de Estado de derechas, reaccionario y anticonstitucional» (p. 226).
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La última utopía, instrucciones de uso
'An American Utopia. Dual Power and the Universal Army' | Fredric Jameson

Jameson arranca su reflexión señalando que ninguna de las vías tradicionales para la política de izquierda posee ya credibilidad alguna: tanto el reformismo socialdemócrata como la revolución tradicional son vías muertas en el camino a la sociedad poscapitalista. Hay, en cambio, un tercer tipo de transición menos reconocida, pero más prometedora, que constituirá el núcleo de su programa político y conducirá a su propuesta utópica: el poder dual. Teorizado por Lenin, el poder dual se dará allí donde una organización política provea de servicios a una comunidad ignorada por el gobierno central, de manera que el poder se desplace gradualmente de uno a otro, hasta que ese poder alternativo se convierta en gobierno de facto sin necesidad de desafiar abiertamente a la estructura legal vigente. Son ejemplos de esta práctica los Panteras Negras y Hamas, pero no Chiapas (donde los zapatistas ocuparon un territorio espacialmente separado del poder estatal) ni insurrecciones explícitas como la Primavera Árabe u Occupy Wall Street. Si este razonamiento resulta familiar al lector español, se debe a que Pablo Iglesias hizo hace unos meses la defensa de los «contrapoderes sociales» que trabajan al margen de lo que disponga un parlamento donde «todo el pescado está vendido y todas las cartas están repartidas», invocando precisamente el ejemplo de los Panteras Negras como proveedores de servicios comunitarios en la Norteamérica de los años sesenta. (...)

¿Desde dónde proyectar ese poder dual llamado a absorber, andando el tiempo, el poder del Estado? Jameson descarta sucesivamente a los sindicatos (dado que entramos en una era de desempleo estructural masivo y el mercado «gris» domina la oferta de empleo), al servicio postal nacional (debilitado institucionalmente, pese a que llegó a cumplir funciones de caja de ahorros en algunos países), así como a las Iglesias (que entiende ligadas a una religión que ningún marxista puede defender, pero a la que concede cierto crédito como fetiche cohesionador en determinados momentos históricos). Nuestro autor se decanta, en cambio, por un candidato improbable: el ejército. Y no por razones utópicas, subraya, sino de orden práctico. (...)

Si las sociedades liberal-capitalistas son contempladas −en un mashup de Marx con Foucault− como órdenes injustos y desiguales donde las libertades individuales carecen de contenido real a causa del control social de la subjetividad individual, la utopía estadounidense de Jameson no tendrá mal aspecto. Pero si se arroja sobre nuestra realidad social una mirada más templada y se comparan los datos disponibles −sobre renta per cápita, pobreza, asistencia sanitaria, desigualdad entre regiones y países, acceso a bienes básicos, posición social de la mujer o tolerancia hacia formas de vida alternativas− con los de hace cincuenta o cien años en las propias sociedades liberales, no digamos en las comunistas, el veredicto no puede ser tan negativo.

Desde luego que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, pero quizá sí en el mejor de los que han existido hasta el momento: esto es poco, pero es algo. Y a la vista de la experiencia histórica, no puede proclamarse tan alegremente que una sociedad comunista mejorará a las sociedades liberales: no se encuentran pruebas de esta afirmación por ninguna parte. Sin duda, el impulso utópico es comprensible, porque la utopía acaso exprese eso tan humano que es la frustración: frustración, a la vista del sufrimiento y las privaciones de tantos, por que las cosas no puedan ser de otra manera. Pero es que hoy, tras siglos de experimentación económica e institucional, sabemos que algunas cosas no pueden ser de otra manera o no pueden serlo inmediatamente; lo que, claro, nos frustra aún más.

Nada de esto quiere decir que no sea legítimo presentar eso que Žižek ha descrito como el problema del bien común, ni que el comunismo sea una idea que deba ser excluida del debate teórico y público. Tampoco que las utopías, entendidas como maniobras de extrañamiento respecto del presente, hayan dejado de ser útiles. Pero no puede ocultarse que el pensamiento anticapitalista atraviesa una notable crisis de credibilidad cuya causa mayor es la ausencia de una alternativa sistémica al capitalismo liberal. Hay críticas y objeciones, así como propuestas de reforma parcial; pero no una idea de sociedad a la vez radicalmente diferente y políticamente viable. Esto puede explicarse por el propio dinamismo del sistema capitalista, por el éxito institucional de la socialdemocracia, por la velocidad del cambio tecnológico, por el fracaso de la alternativa comunista en el siglo XX o por el disfrute (alienante o no) que experimentan los individuos en el capitalismo de consumo. El hecho es que casi treinta años después de que Fukuyama proclamase el fin de la historia, la izquierda marxista no tiene ningún modelo viable que oponer a las sociedades abiertas que combinan democracia representativa, libre mercado y asistencialismo estatal: sólo una enmienda a la totalidad de gran sofisticación teórica y escaso impacto social. Y es éste un vacío que la utopía estadounidense de Jameson, con su militarización universal y su agencia de colocación psicoanalítica, viene involuntariamente a confirmar.
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