dijous, 25 de gener del 2018

El verdadero consenso se alcanzó en 1978 y no hay que salir de él



Las pasadas elecciones autonómicas catalanas no deben valorarse únicamente por unos resultados que configuran dos bloques, los separatistas (o independentistas) y los constitucionalistas (o unionistas), en los que los primeros, sin mayoría de votos, pero con mayoría de escaños, decidirán probablemente cuál es el futuro presidente de la Generalitat. Otro factor debe también ser convenientemente valorado: la fuerza política ganadora, en votos y en escaños, es Ciudadanos, un partido unionista y desacomplejadamente no nacionalista.

Este resultado ha alarmado a los sectores nacionalistas, incluso a los más moderados, que siempre habían pensado que jamás ganaría un partido de tal naturaleza. ¿Por qué esta alarma si el constitucionalismo no ha obtenido votos suficientes para gobernar? La razón es la siguiente: por primera vez, el partido ganador en votos y escaños no está en el ámbito de lo que suele denominarse “consenso catalanista”, es decir, la ideología nacionalista transversal que ha dominado la escena política catalana desde 1980.

Este consenso catalanista significa, sustancialmente, el acuerdo sobre dos principios: Cataluña es un solo pueblo (“un sol poble”) y Cataluña es una nación (“som una nació”). Estas afirmaciones no son inocuas sino devastadoras: socavan la democracia constitucional. Veamos.

Los términos pueblo o nación son polisémicos, tienen significados distintos. En su sentido jurídico y político, fundado en las ideas ilustradas y liberales, pueblo y nación hacen referencia al conjunto de habitantes de un Estado unidos por una ley común, hoy la Constitución, garantía de la igualdad de los derechos y libertades de sus ciudadanos. En cambio, en su sentido cultural e identitario, fundado en las ideas historicistas y románticas, la unidad del pueblo está basada en una identidad colectiva única (“un sol poble”) que refleja ciertos rasgos comunes de tipo cultural, lingüístico, étnico, religioso o histórico; por esta razón configura a sus habitantes como iguales entre sí, les dota de un alto grado de solidaridad mutua y los distingue de los demás pueblos o naciones.

Mancini, a mitad del siglo XIX, formula el llamado principio de las nacionalidades que vincula esta supuesta identidad colectiva con el poder político: “Toda nación (identitaria) tiene derecho a un Estado propio”. Lo que en principio parecía ser un concepto cultural pasa a ser un concepto político: las naciones (identitarias) tienen derecho a un nuevo Estado, a separarse del anterior. Ahí nace definitivamente el nacionalismo político.

Sobre estas bases teóricas se construye el consenso catalanista. Se afirma que Cataluña es un solo pueblo, una nación, por supuesto en sentido identitario, porque se diferencia con el resto de España en lengua, historia, cultura, tradiciones y manera de ser. Así pues, según el principio de las nacionalidades (no el de autodeterminación, reconocido por el derecho internacional, que es muy distinto), Cataluña reúne todos los requisitos de una nación y, por consiguiente, tiene derecho a constituirse en Estado independiente. Este es el relato, como se dice ahora, falso en casi todo, pero seductor.

Sin embargo, en el momento constituyente de 1978, todavía pocos catalanes deseaban un Estado propio. En cambio, había un amplio consenso en reconocer los principios básicos de la tradición catalanista: la Generalitat como poder político autónomo; el catalán, junto al castellano, como lengua oficial, y la protección de una cultura escrita en catalán. La Constitución reconoció ampliamente estos principios que fueron desarrollados en el Estatuto de Autonomía: el catalanismo político había cumplido sus objetivos. Este fue el verdadero consenso.

Pero las primeras elecciones de 1980 las gana Convergència, un partido nacionalista, no meramente catalanista, que no podía conformarse con este marco constitucional y estatutario sino que debía desbordarlo: Cataluña no podía ser una comunidad autónoma como las demás porque era una nación. Así pues, a largo plazo, la acción política de Convergència se dirige a la ruptura con España aunque sabe que esta finalidad no puede ser inmediata y debe procederse antes a un largo período de “construcción nacional”.

Esta consiste, básicamente, en cultivar un narcisismo que acentúe y sublime las pequeñas diferencias con el resto de españoles hasta convertirlas en diferencias antagónicas; en mentalizar a los catalanes de que forman parte de una comunidad que se ve perjudicada al estar integrada en España; en desarrollar la comunidad autónoma como si fuera un pequeño Estado para así, cuando sea posible, poder dar el salto a la independencia. Desde el Gobierno de la Generalitat, se utilizaron tres instrumentos principales: los medios de comunicación, la escuela y el control de la sociedad civil. Nada se hacía en Cataluña sin permiso, la omnipresente sombra de Jordi Pujol era alargada.

Y esta sombra se proyectaba también en los partidos políticos de la oposición y en el tan subvencionado mundo de la cultura. Uno podía ser de derechas, de centro o de izquierdas, era indiferente, pero estaba prohibido discrepar en cuestiones identitarias: lengua, historia, autonomía, cultura. En eso había que obedecer. Disentir en estas cuestiones estaba prohibido y castigado. Los partidos, al igual que el mundo intelectual, se adaptaron a la situación sin rechistar, callaron religiosamente. La última y reciente fase es más conocida: el error del nuevo Estatuto y del Gobierno tripartito, la crisis económica que generalizó el descontento social, las mentiras repetidas una y mil veces, la constante desobediencia al derecho y al orden constitucional. Ahí estamos todavía.

Pero volvamos al inicio del artículo. ¿La fuerza parlamentaria de Ciudadanos, respaldada por más de un millón cien mil votantes, influirá en las posiciones del PSC y del PP, los otros dos partidos del bloque unionista? No me cabe ninguna duda. Es desde el exterior del consenso catalanista que se ha obtenido este resultado. Diría más: se ha alcanzado por situarse precisamente en esta posición. La sociedad catalana empieza a reaccionar: muchos han salido del armario y perdido el miedo frente a quienes nos han querido infundir miedo, se ha dado cuenta de que la política identitaria sólo conduce a la confrontación interna, a la salida de Europa y al aislamiento internacional, a la fuga de empresas y a la caída de las inversiones, al empobrecimiento.

El verdadero consenso se alcanzó en 1978 y no hay que salir de él: autonomía, lengua y cultura. Pero autonomía no es soberanía, lengua es bilingüismo y cultura es toda la que se produce en Cataluña, en el idioma que sea. El paso al nacionalismo fue el gran error. Cataluña no es una nación identitaria homogénea sino una sociedad plural, no debe aspirar a ser un Estado sino a seguir siendo una comunidad autónoma integrada en España y en Europa.| FRANCESC DE CARRERAS




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